Ante los ataques a nuestros valores y nuestra integridad territorial de radikales y secesionistas, España se ha convertido en una tierra extraña, que suspira por recobrar su unidad y su grandeza Laureano Benítez Grande-Caballero
España atraviesa por uno de los períodos más turbulentos de su larga historia. Una maléfica horda de apocalípticos jinetes con las crines incendiadas recorre nuestras tierras, diseccionando nuestra Patria con sus fieras guadañas, hoces y martillos, en una catastrófica obra de desguace que tiene como víctima a la nación más vieja del mundo, creación de un pueblo que conquistó imperios con su legendario valor, que fue el brazo armado de los valores tradicionales de la civilización cristiana.
La subversión de esta casta vomitada por las puertas del infierno ha hecho que los españoles de siempre estemos ahora en una tierra extraña, con el norte y el sur perdidos, desterrados de nuestras raíces, caminando ―como diría Quevedo― entre los muros desmoronados de la Patria nuestra, cansados de la carrera del tiempo. Caducada nuestra valentía, solo nos quedan los suspiros, acordándonos con nostalgia, con «saudade», de quiénes hemos sido y de la triste realidad de lo que somos ahora: un pueblo sin pulso. Esta frase se debe a Francisco Silvela, que tituló así uno de sus artículos, en el que definía a sí la situación de España tras el desastre de 1898.
Ahora estamos ante otro desastre, el del 15-M de 2011, día en el que se desencadenaron las malignas fuerzas que nos están arrastrando a una hecatombe peor que la noventayochista, pues, si en 1898 perdimos los últimos restos de nuestro imperio colonial, en la ruina actual corremos el riesgo de perder nuestros valores patrios, nuestras genuinas tradiciones históricas, además de territorios de nuestra Patria. En suma, de desaparecer como nación.
Parafraseando el salmo 137, podemos decir, suspirando: «Junto a los ríos de España, allí nos sentábamos y aun llorábamos, acordándonos de nuestra Patria. Sobre los sauces, en medio de ella, colgábamos nuestras guitarras. Y los que allí nos habían llevado cautivos nos pedían un cántico, y los que nos habían desolado nos pedían alegría, diciendo: “Cantadnos algunos de los cánticos de España”. ¿Cómo cantaremos el cántico de España en tierra extraña? Si me olvido de ti, oh España, olvide mi diestra su destreza».
¿Cuál podría ser este cántico de España en tierra extranjera? «En tierra extraña» es precisamente el título de un pasodoble compuesto por Manuel Penella en el transcurso de una estancia con Concha Piquer en Nueva York. En la canción se explica que durante la Nochebuena, con una gran nostalgia por España, bebieron vino español, comprado a hurtadillas por aquello de la «Ley Seca». Entonces, en el gramófono comenzó a sonar el pasodoble «Suspiros de España», que hizo llorar a toda la concurrencia: «Tierra gloriosa de mi querer, tierra bendita de perfume y pasión: España, en toda flor a tus pies suspira un corazón. En mi corazón, España, te miro, y el eco llevará de mi canción a España en un suspiro».
«Suspiros de España» fue compuesta por Antonio Álvarez Alonso ―pianista y compositor de zarzuelas― en 1902, en Cartagena. El título se lo sugirió la contemplación de los «suspiros cartageneros», una especie de bartolillos rellenos de crema, en un escaparate de la pastelería «España», que estaba enfrente del café-concierto donde trabajaba.
Por toda la geografía española pueden encontrarse los «suspiros» como repostería típica, aunque con variantes en su elaboración, aunque a mí eso de los bartolillos me parece de lo más propio, pues actualmente tenemos en nuestro país a 46 millones de «bartolillos», por aquello de que permanecemos inconscientemente tumbados a la bartola ante los desmanes y barrabasadas de la diabólica conspiración que se ha enseñoreado de nuestra Patria, sin que España ―indiferente o cobarde, como diría Gerardo Diego― salga de su modorra comodona y entreguista. Solo así se explica que un país con 11 millones de votantes adscritos al centro político consientan ser gobernados por una minoritaria horda salvaje radikal que está dinamitando nuestra nación, sin rechistar, sin agitar nuestras banderas, sin ofrecerles majestuosas manifestaciones y caceroladas; que un país con una mayoría católica del 70% no haga escraches a la caterva atea que quiere desguazar el catolicismo patrio; que un país donde el 78% se sienten españoles se humille ante la tramontana independentista silbadora y agresiva. No: son los fantasmas marxistas e indepes quienes acosan, quienes vociferan, quienes amenazan, quienes agitan sus extrañas banderas, quienes nos acogotan con sus baladronadas. Ante esta barbarie, solo oponemos bartoladas, entre machadianos bostezos y bostezos… Ya no quedan «suspiros de España», sino que lo que tenemos son «bostezos de España».
Recuerdo aquí aquella reflexión del genial Agustín de Foxá, cuando hablaba de su evolución: primero fue la trilogía Dios-Patria-Rey, luego vino lo de Patria-Justicia-Pan, para desembocar finalmente en la trilogía de los «bartolos»: Café-Copa-Puro. España se desmorona mientras los bartolillos miramos su destrucción desde la barrera.
Pero para salir del sopor cobarde, para dejar de ser «bartolillos» listos para ser devorados por la chusma del inframundo, nos bastaría con recordar aquellas palabras de Ortega y Gasset: «Queramos o no, somos españoles, y huelga, por tanto, que encima de esto se nos impere que debemos serlo». Y nuestra historia nos ha demostrado sobradamente en qué consiste ser español. Hasta que lo seamos, solo nos quedarán nuestros suspiros.
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