Quiere la leyenda que el 23 de febrero de 1981, un grupo de guardias civiles –añorantes del franquismo- tomaron el Congreso al asalto, secuestraron a los diputados con el fin de imponer un régimen dictatorial y, tras unas horas ocupando el hemiciclo, depusieron su actitud y las armas gracias a la división entre los militares y la tajante orden del rey de que estos mantuviesen el orden constitucional. Y que así se frustró la intentona involucionista.

Cuatro días después, el 27 de febrero, el pueblo español se echaba a la calle en defensa de “la libertad, la democracia y la Constitución” en una manifestación, ciertamente multitudinaria, para la que los partidos políticos movilizaron hasta el último de sus afiliados.

A lo largo de las dos décadas –largas- que siguieron al 23 F, se asentó tal visión de aquella histórica jornada consagrada no a la verdad histórica, sino a la conveniencia política. Porque la verdad es muy otra.

Una mentira que interesaba a todos.

El 23-F fue, digámoslo ya, un autogolpe. Una maniobra para fortalecer el sistema, no para acabar con él. Un golpe para rectificar el régimen -un golpe de “timón”, como se venía diciendo desde distintos ámbitos – no para sustituirlo. Pero ¿por qué?

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