¿Impartir ambigüedad en las escuelas?

Tenía diez años, eran los años 80, gobernaba el PSOE y nos trasladábamos a un barrio
de la capital tras la separación de nuestros padres. Aquí todo era diferente, los niños
estaban hechos de otra materia, nosotros veníamos de un pueblo de la periferia
educados en una escuela dominical y nos encontramos en un ambiente hostil en
el que los niños jugaban al béisbol con polluelos de gorriones que se caían del nido
y robaban en los almacenes de Galerías Preciados.

¿Que hace un niño de diez años cansado de recibir golpes, notar el chorro de sangre
caliente descender por su garganta, carecer de referencias y protección y no encontrar
su lugar? la respuesta es, quedar expuesto.

Busqué protección en un grupo de niños de mi edad que se relacionaban con un
entorno adulto y encontré protección, esto me hizo fuerte, dejé de recibir golpes
y tragar sangre y tuve el valor de enfrentarme a todas esas cosas que me daban miedo,
de hecho, perdí el miedo, me hice respetar y también hice que respetasen a mi familia
en este barrio de cotillas, cobardes, vagos y delincuentes, pero todo tiene un precio.

¡Qué hacemos hoy!, vamos a casa de José, (nombre ficticio), ¿a casa de José?, si,
¿y quién es José? es un tío guay, ¡ya verás!, te lo vas a pasar bien, nos invita a cerveza,
a fumar, ¡y nos pone pelis porno! dijo uno de los chicos. No me convencía, pero
subí con ellos y allí arriba estaba José, quien recibía a mis amigos con un surtido
de sustancias y contenidos adultos, alcohol, tabaco y pornografía.

Dijo José, ¡bueno chicos!, ¿le habéis explicado ya a este chico tan simpático lo que
hacemos aquí?, pregunté y respondieron, ¡aquí se hacen orgías!.

Yo dije, ¡pero si sólo somos chicos!, ¡eso es de maricas! y repondieron, ¡te equivocas!,
eso es de bisexuales. En algunos casos, José invitaba amigas o contrataba a prostitutas
y otros adultos se sumaban a la fiesta.

No voy a entrar en detalles de lo que allí ocurrió, subí un par de veces y supe que
aquello no era normal y con la misma armadura que entré en esa casa, la abandoné.

Dediqué tiempo a intentar convencer a mis amigos de que eso no estaba bien, pero
fue en vano, el vicio y la perversión es algo a lo que no todas las personas saben
renunciar, José lo sabía, tenía miedo y me ofrecía dinero para comprar mi silencio.

Un día cualquiera me abordó por la calle, estaba yo con un amigo, cuando me dijo
que tenía que hablar conmigo un momento, le dije a mi amigo, si no bajo en diez
minutos llama a la policía. Allí arriba, echó el cerrojo, sacó un martillo y dijo, ¿y si
te doy en la cabeza con esto?, le dije, si no bajo en diez minutos tendrás aquí a la
policía, mi amigo sabe que estoy aquí y lo que está pasando, abrió la puerta, salí
de esa casa y cerré el capítulo como con la sensación de ser un chico valiente y
seguro, cuando la realidad es que con sólo once o doce años acababa de estar al
borde de la muerte sin saberlo y sin temerlo.

Pero no estaba del todo a salvo, otra amenaza acechaba, un depredador de los
peores, el discreto, el que se infiltra en la familia y hace el papel de padre, amigo y
hermano mayor, el que aprovecha las rendijas para introducirse y usa los
sentimientos como herramienta. Se trataba de una amigo adulto de la familia que
sabía lo que estaba ocurriendo en casa de José y en lugar de denunciarlo intentó
conseguir lo mismo de forma sibilina. Realmente me enamoré de él como amigo,
padre y hermano mayor, nos hicimos amigos inseparables, mi familia confiaba en él,
me hacía regalos, me ayudaba en los estudios, me llevaba de excursión, hasta que un
día me dijo, ¿me la quieres ver?, y puedo asegurar que sentí una mezcla de tristeza,
decepción, asco y rabia.

Esta persona como pez fuera del agua, pasó sus últimos momentos dando bocanadas a
mi lado y al lado de mi familia intentando ocultar sus intenciones, pero finalmente
quedaron claras y lo que no consiguió conmigo lo consiguió con mi mejor amigo, por
entonces ya tenía catorce años.

No voy a negar que el cariño que le tenía era superior al rechazo y yo intenté salvar su
amistad marcando distancias, es por eso por lo que digo que esta gente usa los
sentimientos como herramienta, yo necesitaba de él todo lo que me había estado
dando, compañía, apoyo y cariño, pero él me dio la espalda por completo y empezó a
tratarme como a un despojo hasta romper el lazo.

Al mismo tiempo, mi amigo y algunos chicos de la zona también menores de edad, frecuentaban los aseos de un conocido centro comercial en el que algunos adultos
ofrecían sexo a cambio de regalos, ropa, zapatillas o tecnología, lugar que también
frecuentaba quien por desgracia había hecho el papel de padre y hermano mayor a mi
lado durante casi cuatro años.

¿Qué puedo decir hoy de todo esto?, no, no tengo ningún trauma, al contrario,
pero no puedo negar que de todo esto he sacado mi lectura, los niños tienen que
crecer en un entorno normalizado, los niños son sagrados, no se les puede exponer a
ambigüedades de ningún tipo bajo ninguna circunstancia y tienen que permanecer
ajenos y al margen de los intereses personales, políticos y sociales de adultos y
determinados colectivos. Siento el deber de impedir que ningún niño pase por lo que
yo he pasado y no puedo permitir que esta sea la parte de la historia que a nadie le
interesa contar.

Es paradójico que hoy la ley proteja a estas personas defensoras de lo ambiguo,
disfrazadas con el traje de lo políticamente correcto, y yo pueda terminar cualquier
día detenido y condenado por un delito de discriminación y odio, ¿no es extraño?,
que cada uno saque sus propias conclusiones. Nada ni nadie me va a poder rebatir lo
negativo que es para un niño su desarrollo en un entorno ambiguo y ni la escuela,
ni los libros de texto escolares son el lugar en el que impartir ambigüedad, como
muchos están pretendiendo.

Un niño es un niño y no tiene que dedicar ni un segundo de su infancia a convertirse
en la herramienta de los intereses particulares de ningún adulto o colectivo.