Es muy posible que Paul Eluard tuviera razón cuando afirmaba que había otros mundos en éste, pero lo que sí es seguro es que hay dos Españas: una es la de siempre, la forjada en el imperio y un acendrado catolicismo, conservadora de los valores que conformaron la civilización europea, gallarda y heroica, una e indivisible; la otra es su Mr. Hyde, nacida en la cara oculta de la historia, en las cavernas conspiradores de sectas iniciáticas de cuyo nombre no quiero acordarme, promotora de «revoluciones liberales», furibundamente anticatólica, destructora de valores, que se califica a sí misma de «progresista», cuya cosmovisión es la progresía roja, y cuyo horizonte final es la destrucción de España en el NOM.
La barrera, la línea Maginot, la frontera entre las dos Españas la marca el catolicismo, señal distintiva del ADN de la España verdadera, a la que se opone bipolarmente la otra, monstruoso «Alien» nacido en el vientre de la España de siempre con la semilla del luciferanismo que busca acabar en nuestros solares con todo resto de civilización cristiana.
La otra España alcanzó su paroxismo en la Segunda República, cuyo pogrom anticatólico constituye el punto culminante de todos los holocaustos contra los cristianos que en el mundo han sido, Roma incluida.
La «democrática» República «de las libertades» dio 400 golpes, pero el estamento al que más golpearon fue la Iglesia Católica. Ya lo dijo Indalecio Prieto, que llevaba pistola a las Cortes: «Hágase cargo el proletariado del Poder, y haga de España lo que España merece. Para ello no debe titubear, y si es preciso verter sangre, debe verterla».
Y se vertió, efectivamente, pero con una especial fijación en la sangre católica. No debe extrañar, ya que es la sangre más fácil de derramar, la sangre que engendra mártires, delicioso manjar para los vampiros rojos.
La primera explosión anticatólica se produjo a los pocos días del nacimiento de la Segunda República, cuando los días 11, 12 y 13 mayo se produjeron en Madrid y otras zonas del sur y del Levante actos vandálicos de quema de conventos e iglesias ―ardieron más de 100―, que ocasionaron robos, sacrilegios y víctimas entre el estamento religioso, mientras los gobernantes miraban para otro lado, temerosos de emplear la fuerza contra el pueblo, hasta el punto de que una parte importante de ellos justificaron aquel horror argumentando que era una respuesta a una imaginaria conspiración católico-monárquica que ponía en peligro la seguridad del nuevo Estado. Según señala Gabriel Jackson, «la mayoría de los ministros no quería que el nuevo régimen comenzara su existencia disparando contra españoles, convencidos de que las masas odiarían a un Gobierno que recurriera la Guardia Civil ante las primeras señales de un motín».
Esta inhibición también mostraba una simpatía por el vandalismo anticatólico de los milicianos descontrolados. Cuando el católico Miguel Maura ―Ministro de la Gobernación― pidió la declaración del Estado de Guerra para que interviniera la Guardia Civil, Azaña le dijo que «todos conventos de España no valen la vida de un solo republicano».
Un testigo contaba que, en cierta ocasión, vio a una señora de edad avanzada entrar en una iglesia, apoyando en un bastón una de sus piernas. A la entrada había unos milicianos, uno de los cuales exclamó al verla: «Eh, vieja, ¿qué? ¿Vas a besar el culo al cura a ver si Dios te devuelve la pierna?».
La persecución a la Iglesia Católica se institucionalizó en la Constitución de diciembre de 1931, en sus artículos 26 y 27: no se auxiliará económicamente a la Iglesia; una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero; se disolverán aquellas órdenes religiosas que constituyan un peligro para la seguridad del estado, y sus bienes podrán ser nacionalizados; prohibición de ejercer la actividades industriales, comerciales, y la enseñanza; las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno…
Pero lo más grave llegaría después del Alzamiento. A partir del 18 julio 1936, en un período de tan sólo seis meses, cerca de 7000 miembros del clero fueron martirizados por los milicianos. En su obra «La persecución religiosa en España» (1961), Antonio Montero habla de 4.184 sacerdotes diocesanos ―incluidos 12 obispos y muchos seminaristas―, 2.365 religiosos y 283 monjas ―muchas de ellas previamente violadas―. El horror de estas matanzas puede comprenderse con un simple dato: en agosto de 1936 se mataba una media de 70 curas al día.
A estas cifras hay que añadir las víctimas laicas, con lo cual el resultado final se acerca a las 10.000.
Además de este holocausto, la persecución arrasó muchos edificios religiosos: en Valencia, 800 fueron totalmente arrasados, mientras que la destrucción parcial afectó a todos en ciudades como Almería, Tortosa, Ciudad Real, Barbastro, etc. En Madrid, de los 220 edificios religiosos que había, 45 fueron totalmente destruidos, 55 seriamente dañados, y el resto fueron robados y profanados.
Milicianos anarquistas profanaron los esqueletos de religiosos y religiosas, colocándolos en posturas obscenas en el interior de algunas iglesias, conformando un museo del horror cuya entrada cobraban a las hordas anticatólicas.
La tortura física y los tormentos de toda laya estuvieron presentes en buena parte de estos hechos, llevadas a cabo en las terribles «chekas» establecidas por la República. Entre todos ellos, destaca el martirio del obispo de Barbastro ―Florentino Asensio Barroso―, torturado salvajemente en la noche del 8 agosto, ferozmente castrado, y cuyos testículos fueron paseados de bar en bar por toda la ciudad. Fusilado, le dejaron con vida encima de un montón de cadáveres, para que sufriera más, hasta que finalmente le dieron el tiro de gracia. Durante todo su martirio, el obispo no cesaba de otorgar su perdón a los torturadores.
En la diócesis de Barbastro se asesinó al 90% del clero. ¿Quién estuvo al frente de este tremendo holocausto?: por un tal Buenaventura Durruti, el sanguinario héroe anarquista.
Fue tal la magnitud del desastre, que el historiador de nuestra guerra Hugh Thomas afirmaba que «En ningún momento de la historia de Europa, y quizás incluso del mundo, se ha manifestado un odio tan apasionado contra la religión y todas sus obras».
Al igual que ocurrió durante la persecución del año 1931, las autoridades republicanas dejaron hacer a milicianos y anarquistas.
Las precisión casi quirúrgica de esta barbarie fue tal, que Andreu Nin ―jefe del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista)― llegó decir que «el problema de la Iglesia nosotros lo hemos resuelto totalmente, yendo a la raíz: hemos suprimido los sacerdotes, las iglesias y el culto».
Las masacres llegaron a tal grado de paroxismo, que cuando el gobierno republicano afirma ―el 25 mayo 1937― que debe haber libertad de culto, «Solidaridad Obrera» se ríe de esta medida, diciendo: «¿Libertad de culto? ¿Que se puede volver a decir misa? Por lo que respecta a Madrid y Barcelona, no sabemos donde se podrá hacer esa clase de pantomimas: no hay un templo en pie ni un altar donde colocar un cáliz».
En el territorio republicano ―excepto en el País Vasco― se prohibieron las misas, las celebraciones de la semana Santa, y otras manifestaciones religiosas, como la cabalgata de los Reyes Magos.
En la España actual ―como formando parte de un siniestro poltergeist que arroja sus monstruos matacuras contra nuestros territorios, o de un vudú que nos envía sus maldiciones a través de las momias republicanas―, tenemos el gigantesco expediente X de unos portales misteriosos, de unos túneles del tiempo que se abren casi diariamente en muchos puntos de nuestra geografía, cada vez que la ultraizquierda comete una blasfemia, un sacrilegio, una profanación, una persecución a los intereses de la Iglesia.
Estos portales ―que se abren al grito de «¡Arderéis como en el 36!»―nos llevan a otras dimensiones, a otros espacio-tiempos, integrados todos en la otra España, la progre, forjadora de desamortizaciones, de Gloriosas, Semanas trágicas, y de la epopeya final republicana, dimensión a la que se abren todas esas puertas que llevan directamente al infierno ―«hellgates»―: desde ahí ―y especialmente desde la Segunda República― nos llegan milicianos satánicos, brujas volanderas, castradoras Femens, coñosinsumisos, monjas violadas por titirietarras, pintadas satánicas en los muros de nuestras iglesias, blasfemias con hostias consagradas, campañas para acabar con la misa dominical en la televisión, madrugás reventadas por antisistema, descarnados zombies, el insoportable hedor de su piromanía quemaconventos, las momias católicas profanadas, el pestilente olor sulfuroso del Señor que las dirige.
¿De qué España viene todo esto?: pues de la «democrática y legítima» España republicana del 31 al 39: Bienvenidos al infierno.
Arderemos como en el 36, como durante la «legítima y democrática» República, sí: pero vosotros «perderéis como en el 39».
SERIE COMPLETA DE ARTÍCULOS:
Los 400 golpes de la segunda República (y 6): la Puerta del Infierno
Los 400 golpes de la segunda República (4)
Los 400 golpes de la segunda República (3)
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