No me gusta el circo. Nunca le vi la gracia y no comprendía como el populacho aplaudía a gente que sólo hacía el ridículo o simplemente los engañaba. Sin embargo veo que hay circos peores. No lo sabía en mi lejana niñez cuando veía aquellos payasos y me preguntaba “¿pero a quien le puede gustar esto?”. Pero ahora lo sé. Hay circos peores.

Resulta que hay elecciones en España. No sé quién va ganando, no sé quién ha votado o qué han votado. Como en los circos del siglo XIX, tenemos para la exhibición todo tipo de personajes. El mago, el forzudo, el ilusionista, la mujer barbuda, la bruja, el payaso, el trapecista, el ventrílocuo… Vamos, de todo.

A diferencia de los payasos del pasado, cuyo radio de acción se circunscribía al estrecho círculo de una carpa, los de hoy tienen un radio de acción mucho mayor. Y también aquellos lejanos payasos (y el resto de la troupe) eran desdichados que simplemente se ganaban la vida divirtiendo al público.

Ahora en eso que se ha querido llamar “democracia”, los partidos políticos compiten en una feroz lucha, simplemente por obtener la mayor cuota de poder posible. No nos engañemos, no es poder real, pues el poder lo tiene el dueño de la troupe. Es simplemente poder mezquino, poder ganar más dinero y solucionar sus vidas. Luchar por el mayor trozo de pastel. ¿O debí decir “luchar por el trozo más grande de la presa”? Quieren poder para decir “te he ganado y soy mejor que tú, perdedor”. El fin último de todo esto, que debería de ser el servicio a su pueblo, ni está ni se le espera. No podía ser de otra forma, por otra parte. Como el forzudo que dobla barras de hierro y la mujer barbuda tienen números distintos pero pertenecen a la misma compañía, un partido político y su oponente igualmente pertenecen a la misma compañía. Para salir a la pista hay que pertenecer a la compañía y para eso, su dueño tiene que contratarte. No es posible de otro modo.

Dicho esto, realmente importa poco quien gane las elecciones españolas. Los acontecimientos han llegado a un punto crítico y no pueden detenerse. Pase lo que pase, seguirá pasando, e irá a peor. Sí, parece una especie de trabalenguas. Las tesis de Fukuyama sobre “El fin de la Historia”, han calado en la población de Occidente. Machaconamente, día tras día se bombardea subliminalmente a la gente con la idea de que ya todo está hecho, de que se acabó, que el Estado es eterno y que el modo de vida que vivimos perdurará por toda la eternidad. Nunca más habrá guerras, sangrientas revoluciones, revueltas violentas y traumáticas, muertes masivas, epidemias arrasadoras. Estamos seguros, todo eso jamás volverá a pasar. La idea de que todo lo que nos rodea es eterno e indestructible forma parte de las pautas básicas de comportamiento de los consumidores (antes ciudadanos). De vez en cuando alguien clama débilmente “pero los Derechos Humanos…” como si estuviese invocando la ley de la Gravitación Universal.

La gente ya piensa que las leyes “per se”, valen algo, que son entidades poderosas y míticas, y que invocar una ley es alguna especie de magia poderosa que detendrá por sí misma balas, terroristas o delincuentes. El liberalismo ha convertido a los otrora ciudadanos en simples consumidores. No sólo consumidores movidos por los anuncios de los supermercados, sino consumidores de política y de bienestar. Nadie se pregunta cuánto durará lo que le rodea, pues se presupone la eternidad de Papá Estado Todopoderoso. La gente se moviliza para pedir… mil cosas, casi siempre movidos por ideologías.

Eso sí, siempre dentro de los límites que ha puesto el establece las reglas del juego. Mientras se acaten esos límites, no hay problemas. Y entre los límites están: Las leyes son poderosas e inamovibles, la democracia es eterna y perfecta, el estado es eterno, los derechos humanos son eternos e innegociables, vives en el mejor de los mundos posibles. Y jamás se puede cuestionar ninguna de esas premisas. Puedes pedir sanidad, o que devuelvan dinero los bancos, o lo que sea, siempre que sea en los límites que la democracia liberal considera aceptables.

Sin embargo, Fukuyama se equivoca. La Historia nunca se detiene. Nunca se acaba. El liberalismo tiene en su seno su mayor debilidad, y ya ha colapsado. Si no lo vemos es porque la inercia es tan grande, que aparentemente no ha pasado nada. Da igual lo brillantes que sean las calles, y lo dorados que sean los anuncios de Navidad. Vamos de cabeza al abismo. Sé que muchos no quieren saberlo. Sé perfectamente que muchos simplemente se niegan a ver la realidad. La distopía en la que ya vivimos, condiciona no sólo el concepto de la realidad sino también lo que creemos que vemos con nuestros ojos. Así que la práctica totalidad de la gente se entretiene con espectáculos circenses democráticos, y cree que eso es útil, que son libres y que realmente cambiarán algo. No, no cambiarán nada, tampoco detendrán nada. Por otra parte no creo que quieran cambiar nada. Todos no pero muchos sí, son simplemente esclavos que llevan unas cadenas a las que adoran. Vale más vivir de rodillas que perder el wifi, señores.

Respeto profundamente a los pocos que luchan para intentar cambiar ese estado de cosas. Es difícil, muy difícil. Diría que es imposible, pero no lo es. No es imposible. El devenir histórico está del lado de los que quieren cambiar este estado de cosas. No, no son los de la troupe circense. Son otros a los que el dueño de la compañía jamás dejaría entrar en su carpa. Sin embargo, la historia no se detiene, la tormenta tampoco. Una pavorosa tormenta arrasará la carpa, arrancará sus anclajes y reducirá la risa impostada de los payasos a cenizas, y congelará el gesto soberbio del melenas, o la mirada bobalicona del tonto que lleva la maleta de cartón. También se llevará a gran parte del público, no nos engañemos. Ese público que tiene sus favoritos y que mataría gustoso al que le quitase la peluca al payaso.

Luego ¿qué pasará? Veremos. No hay certezas con éstas cosas. Sólo espero que un puñado de hombres valientes salve todo lo que merezca ser salvado. Ni las palabras, ni los artículos, ni las leyes democráticas nos salvarán. Sólo un puñado de hombres fuertemente armados separan la civilización de la barbarie. Que la civilizada Europa Occidental lo haya olvidado, no lo hace menos cierto.