En las horas sombrías que vive nuestra Patria, es necesario reivindicar la España de siempre frente a quienes pretenden socavarla desde el radicalismo de izquierdas.
Laureano Benítez Grande-Caballero
La existencia de dos Españas antagónicas que malamente conviven en el mismo solar patrio es uno de los tópicos de nuestra historia, que incluso pertenece a nuestra «leyenda negra», pues en este conflicto fratricida se expresa nuestra propensión a la crueldad, que según esa leyenda también tuvo como víctimas a los indígenas del Nuevo Mundo y a los protestantes del Norte de Europa.
Pero lo más estupefaciente de nuestra Patria no es que haya dos Españas, sino que además quieran destruirse la una a la otra, en lo que suele llamarse «cainismo». La pintura negra de Goya «Duelo a garrotazos», ilustra a la perfección esta tragedia. Ya lo decía Machado, en unos versos meteorológicos que habría que recitar a los neonatos al pie de su cuna: «Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios: una de las dos Españas ha de helarte el corazón». Bueno, pues ya sabemos cuál es esta España siberiana de marras.
Hay quien dice que este cainismo atroz que es como nuestro estigma nacional viene desde tiempos lejanos. Así, tenemos una España celta ―de procedencia centroeuropea― y otra íbera, de origen norteafricano; luego viene la dualidad entre la España cristiana y la España sarracena; a continuación, viene la coexistencia entre los dos reinos, los de Castilla y Aragón: y así llegamos al siglo XIX, cuando se produce la ruptura entre la España afrancesada y liberal, y la España tradicional, monárquica y absolutista. La primera pasará a la predemocrática España isabelina, mientras que la segunda se refugiará en el carlismo. Las guerras carlistas fueron el antecedente del terrible enfrentamiento del siglo XX entre las dos Españas, en sus versiones de España roja y España nacional, que combatieron cainitamente en la Guerra Civil, la cual fue en cierto modo la segunda parte de la Guerra de la Independencia, solo que con bolcheviques en vez de afrancesados.
El bando nacional demonizó a la España roja, identificándola como la antiEspaña por sus persecuciones religiosas, por la ruptura patria que suponían los nacionalismos periféricos, por la fractura social que causaba el movimiento obrero, y por su traicionera entrega a la Rusia comunista y la conspiración judeomasónica. Frente a esta España, oponían lemas como «Una, grande y libre», «Por el imperio hacia Dios», y «Unidad de destino en lo Universal». Cuando las tropas nacionales hacían su entrada en una población recién conquistada, decían a voz en grito: «¡Entra España!».
Sin embargo, para Larra no había dos Españas, sino una sola, pero fragmentada en dos mitades que luchan entre sí, hasta que muera una de las dos. En el tremendo epitafio que escribió el día de difuntos de 1836 en su artículo «Fígaro en el cementerio», no concreta cuál fue la España que falleció: «Aquí yace media España, murió de la otra media».
Y estas dos Españas gemelas ―siamesas, podría decirse, lo cual se podría simbolizar por el águila imperial bicéfala de Carlos V, cuyas dos cabezas miran en direcciones opuestas―, por una de esas casualidades que suelen llamarse «guiños del destino», han quedado perfectamente reflejadas en nuestra bandera constitucional, donde vienen representadas por los colores rojo ―la España de izquierdas― y gualda ―la España de derechas, aunque quizá su color más apropiado fuera el azul―. Para perfeccionar todavía más la coincidencia, las dos franjas rojas aparecen sitiando la barra horizontal dorada, una imagen perfecta del frentepopulismo actual que asedia el bastión derechista del PP. Si consideramos la bandera republicana, las casualidades llegan a su paroxismo, cercano ya a un verdadero «expediente X», pues la franja morada representaría entonces a Podemos, cuya conjunción con la franja roja del PSOE conformaría la tenaza que amenaza con oprimir al PP.
¿Cuál de estas dos Españas es la auténtica? Pues la prueba del ADN nos demuestra sin lugar a dudas que el gen español está claramente en la España de siempre, la que durante toda su historia ha proclamado como estandarte aquello de «Dios, Patria y Rey» ―la sagrada trilogía de la Hispanidad siglo tras siglo―, tres principios aborrecidos por la España roja, que nació mucho más recientemente por inseminación artificial y reproducción asistida, con semillas extranjeras bolcheviques o chavistas.
Es más: nunca ha habido dos Españas, sino solamente una, la España que ha sido brazo armado de los valores tradicionales emanados del catolicismo, cuya defensa ha sido una de nuestras esencias patrias más indiscutibles a lo largo de toda nuestra historia. Le pese a quien le pese, ésta ha sido la única España que ha existido, hasta que las conspiraciones recientes contra ella crearon ―como un «alien» monstruoso― la otra España, una España artificial creada por oscuras conjuras extranjeras.
Agobiados por la metástasis maligna de ese cáncer izquierdista-secesionista que nos ha invadido, creando la otra España, podemos decir, citando a Unamuno, aquello de «nos duele España».
Marcelino Menéndez Pelayo escribió estas palabras proféticas en su epílogo a su «Historia de los heterodoxos españoles»: «España, evangelizadora de la mitad del orbe; España martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; ésa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los arévacos y de los vectores o de los reyes de taifas». Y ese tiempo ha llegado.
Estupendo articulo de opinión, de acuerdo al 100%!!!