Luis-Tomás Zapater Espí.
Doctor en Derecho Constitucional.
En estos días en los que las loas a D. Juan Carlos I De Borbón y Borbón se suceden sin medida, desde el punto de vista de la Ciencia Política habría que valorar su reinado a partir del principio de legitimidad, fundamental en el examen histórico de la institución Monárquica. La legitimidad puede ser de origen o de ejercicio. Lo ideal es que en un monarca coincidan ambas, pero no siempre es así.
Respecto a la legitimidad de origen, Juan Carlos I carece de ella al menos por doble motivo. Los antecedentes históricos de la rama Alfonsina no entroncan con la tradición sucesoria, sino con la imposición del bando liberal vencedor en las guerras carlistas con la complicidad de la felonía de Fernando VII, que en claro fraude de ley hizo jurar la corona a su hija Isabel cuando era menor de edad -y por tanto incapaz-, para apartar a su hermano, (el pretendiente D. Carlos), de una Corona a la que según las leyes del reino estaba llamado. Si a eso unimos que algún historiador cuestiona la ascendencia real de Juan Carlos y de sus predecesores (desde Alfonso XII) desde el momento en que afirman que descienden de un capitán de ingenieros valenciano (D. Enrique Puig Moltó) amante de la golosa y fogosa reina Isabel II de rotundas carnes, resultaría que la legitimidad de origen de Juan Carlos es de entrada cuanto menos dudosa.
Pero ahí no acaba la cosa, dado el gusto que tenía el Generalísimo Franco de dejarlo todo “atado y bien atado” (cosa que de poco sirvió, pues su sucesor lo desataría todo en un santiamén), inmiscuyéndose en el orden de sucesión a la Jefatura del Estado, apartando a D. Juan de Borbón del trono por sus castrenses bemoles para colocar a su patrocinado Juan Carlos, lo cual aunque en principio parecía una jugada maestra, dada la tendencia a la conspiración y la anglofilia del masonazo Conde de Barcelona, fue un fiasco por el proceder posterior de su predilecto hijo adoptivo político.
En cuanto a la legitimidad de ejercicio, tampoco la tiene consigo Juan Carlos. Recibió todos los poderes del Estado que había concentrado el General Franco, que era un verdadero legislador ambulante, para despojarse de ellos “por er bien der pueblo” según dijo Felipe González, aunque a mi juicio fue por el bien de su tranquilidad, dado que a menor poder menos responsabilidad, y por tanto más tranquilidad.
Y es que a la luz de la evolución política de la Corona y de los escándalos que todos conocemos, ya hace bastantes años que se podía concluir que el fin principal que perseguía S.M. el Patrón del Bribón cuando renunció a ser un monarca absoluto era el buen vivir (“a mi dejádmelo todo hecho” le dijo a Suárez, refiriéndose a la Constitución), de manera que esa pérdida de potestades fue una manera de evitar responsabilidades cómodamente. De la misma manera, había abandonado al poco de morir Franco al pueblo saharaui a su suerte frente al invasor marroquí, como abandonó a Carlos Arias, a Suárez y a Aznar cuando ya no le hacían falta.
Desde su configuración legislativa como monarca constitucional, la costumbre de evitar responsabilidades pasó del vértice de la pirámide del poder a sus súbditos, y se fue generalizando una manera de gobernar por la que ningún político es responsable de nada. De la idea de servicio (público) se pasó a la de vicio. El vacío de poder dejado por el Rey que no quería gobernar se tradujo en la vorágine carnavalesca de proclamación de pretendidos “derechos históricos” y autodeterminaciones varias. Por ello, a mi juicio, la principal responsabilidad histórica de Juan Carlos I ha sido la causa principal del desastre de la España del último tercio del siglo XX y principios del XXI: La pérdida del principio de autoridad, básico para el buen funcionamiento de cualquier sociedad.
Se ha dicho a favor de Juan Carlos (esto lo sostiene hasta Pilar Urbano, la periodista que ha hecho tambalear más si cabe a la Zarzuela por las revelaciones de su último libro) que mucho se le ha de perdonar a Juan Carlos por la durísima infancia que padeció, aislado de sus padres y en tierra extraña, despreciado públicamente por falangistas y carlistas que lo humillaban cuando llegó a España. Pero esto no es una razón de peso para disculpar no estar a la altura de los deberes para la Nación, pues su predecesor en la Jefatura del Estado tuvo también una infancia horrible, maltratado y humillado por un padre borracho y demasiado liberal para ser un buen esposo y cabeza de familia, y ello no le impidió sacrificarse por lo que entendía como el bien de España hasta su último suspiro estando “al pie del cañón”, -como él mismo decía-, durante 38 años a costa de su salud.
Resulta bastante gracioso ver los generosos epítetos que hoy dedican los rotativos europeos y estadounidenses al Rey cesante. Al empezar su reinado, la prensa extranjera del mundo Occidental fue inmisericorde con D. Juan Carlos y lo trataba duramente, calificándolo de “sucesor del dictador” “Rey Bobo”, “Juan Carlos el Breve” (aludían con ello tanto a la brevedad de sus palabras como a lo que presuponían duraría su reinado), etc. Sin embargo, el camaleónico monarca ha sabido sobrevivir políticamente, primero aparentando ser el más fiel sucesor del Generalísimo; después apareciendo como el alumno aventajado de Henry Kissinger para conseguir el sometimiento de España a los dictados de los organismos internacionales (sobre todo de la UE y de la OTAN), más adelante patrocinando la Transición junto a Suárez, al que le dio la patada cuando le convino (como hizo con otros como Carlos Arias). Finalmente, ganándose al espectro político de centro-izquierda desde la mascarada chapucera del CSID en el 23-F, (de la que era perfecto conocedor como Jefe de las Fuerzas Armadas) a costa de socavar el apoyo que tenía en la derecha, a la que dando por sentado su respaldo maltrató y menospreció (ahí está el ejemplo de sus relaciones poco cordiales con Aznar cuando éste le retiró la asignación económica que le suponía pingües beneficios por cada galón de gasolina que se vendía en España). Por supuesto, borboneó y aduló a la izquierda y a los separatistas, compartiendo mesa y mantel con González, Carrillo o Ibarreche, sin discutir las pretensiones secesionistas de este último pues “hablando se entiende la gente”.
Estos días se repite machaconamente la idea (que llevan diciendo los últimos treinta años), de que gracias al Rey España ha accedido a la mejor etapa de su historia en prosperidad económica y libertad, pero esto es una absoluta tomadura de pelo. El cálculo del crecimiento de los años de bonanza (los hoy añorados años de Aznar) se basó en los resultados económicos de las grandes empresas y de las entidades financieras, por lo que crecieron las ya grandes fortunas de los especuladores y la de los “tratantes” de trabajadores a costa de la más descarada esclavitud laboral. Estas economías de especulación son una doble carga para el poder adquisitivo de los trabajadores, la primera subiendo los precios de los productos y la segunda hipotecándose (ya sean hipotecas de viviendas o préstamos para el consumo) para poder pagarlos.
El verdadero “milagro económico español” no se lo debemos a Juan Carlos, sino a su predecesor en la Jefatura del Estado, que organizó con orden el monumental esfuerzo colectivo que protagonizó la sacrificada generación de nuestros abuelos que entre 1939 y 1975 convirtieron una España en ruinas, arruinada por la guerra y expoliada por los considerados hoy “héroes de la democracia” (Negrín, Largo Caballero, Carrillo y demás ralea) en una de las principales potencias económicas del Planeta. Carlos de Meer, en un trabajo que es una síntesis estadística sumamente lúcida, explica el «milagro económico español», que transforma un país, arruinado y con una relativa autarquía impuesta por el bloqueo, en la octava potencia industrial del mundo. Unos datos entre muchos: en 1940 se producía 1.200.000 toneladas de acero y en 1975 se llegó a 11.300.000. En 1940 se consumía 5 kg de papel por habitante y año, y en 1970 once veces más. Y así sucesivamente. El balance económico de la era de Franco es el más brillante de la historia de España. Los efectos sociales son trascendentales: en 1940 la clase media constituía el 18% de la población, y en 1974 esa cifra casi se cuadriplica hasta alcanzar el 66%.
Gracias a los gobiernos que ha habido en este régimen que Su Majestad ha favorecido desde su poltrona, hoy la clase media española está amenazada de extinción. Somos un país completamente dependiente de la energía del exterior. Nuestra deuda pública hipotecará a nuestros hijos, nietos y biznietos de generación en generación. Nuestra soberanía política y económica solo existe sobre el papel, desmenuzada desde el Tratado de Maastritch de 1992 y la puesta en práctica del nefasto Título VIII de la Constitución del Estado Autonómico.
No voy a acompañar al coro de los aduladores del responsable en origen de nuestro desastre colectivo durante los últimos 40 años. Majestad, Vd. recibió un país que era la octava potencia económica del Planeta y hoy está en el lugar decimotercero, y va camino de convertirse en el 2025 en la vigésimo quinta. Vd. recibió todo el poder del anterior Jefe del Estado y lo dilapidó, pasando de la autocracia a la memocracia, de ésta a la autonomía, para acabar en la anarquía, que es lo que hay hoy en España.
Al empezar su reinado en España estaban protegidos eficazmente por el Estado todos los derechos laborales menos el de representación colectiva, y hoy la mayoría de la población está en paro o sometida a condiciones laborales de semi-esclavitud (sobre todo los más jóvenes)
Vd. recibió una España cohesionada sin grandes diferencias de renta entre regiones, con una clase media que propiciaría los cambios necesarios para la consolidación de lo que Vd. y la casta política española denomina “democracia” que no es más que una oligocracia.
Vd. sancionó la Ley de Amnistía, las del aborto, la LODE, la LOGSE, y tantas decenas de leyes infames que nos han convertido en un pueblo sin principio de autoridad, ni cultura ni responsabilidad colectiva.
Majestad, en una ocasión, hará ya nada menos que 30 años, Vd. dijo en el Monasterio de El Escorial, muy cerca de las tumbas de sus predecesores que tanto sacrificaron por España, que Felipe II fue “un error histórico”. Vista la trayectoria de su reinado me atrevería a decir, -y disculpe la franqueza que me caracteriza como la que tenía su antecesor en la Jefatura del Estado-: “Majestad, el error histórico es Vd. Váyase con pena y sin gloria como lo hizo su abuelo.”
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