Instaurada ilegítimamente a través de un pucherazo electoral en el año 1931, nacida bastarda y en la más flagrante ilegalidad, la segunda República tampoco legitimó su régimen con una práctica política cotidiana con arreglo a valores democráticos, principios morales y ordenanzas encaminadas al bien común de la sociedad española, que podían haber dado un barniz de legitimidad a su advenimiento golpista. Por el contrario, el gobierno republicano ejerció una praxis que atentaba gravísimamente contra los más elementales derechos democráticos, aparte de ser incapaz de ejercer el principio de autoridad mínima necesaria para garantizar el orden público y la seguridad ciudadana, el cometido más importante de cualquier gobierno.

Lejos de eso, el régimen republicano, a pesar de  proclamarse enfáticamente como un garante de la libertad, la justicia y los derechos ciudadanos, desarrolló una praxis muy alejada de los principios democráticos más esenciales.

La constitución de la República se aprobó el 9 diciembre 1931 por las Cortes Constituyentes, las cuales se eligieron el 28 junio en unos comicios en los que solamente votaron los hombres. Además, no se convocó ningún referéndum para su aprobación, escamoteando al pueblo español el derecho democrático a decidir sobre la Carta Magna.

La égida republicana atentó de manera especial contra la libertad de expresión y de información, implantando la censura previa a muchas actividades ciudadanas, hasta el punto de que la libertad de prensa fue una quimera, especialmente para las publicaciones derechistas.

A pesar de que la Constitución promulgaba en su artículo 34 que «Toda persona tiene derecho a emitir libremente sus ideas y opiniones, valiéndose de cualquier medio de difusión, sin sujetarse a previa censura»,  la Ley de Defensa de la República de 1931 convirtió en delito ciertos ejercicios de la libertad de expresión y de información, por ejemplo«La apología del régimen monárquico o de las personas en que se pretenda vincular su representación, y el uso de emblemas, insignias o distintivos alusivos a uno u otras», y«Toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las Instituciones u organismos del Estado». El objetivo de estas disposiciones legales era prohibir la crítica al gobierno o al régimen.

Fueron muy numerosos los casos en que los periódicos dejaron en blanco en un espacio bajo el epígrafe: «Visado por la censura». Por poner un ejemplo, en octubre de 1935 tuvo lugar en Roma el enlace matrimonial entre don Juan de Borbón y doña María de las Mercedes. Cuando ABC adquirió las fotos de la ceremonia, el gobierno impidió que ninguna de ellas se publicara en la portada. Ante esta censura, el periódico puso en la portada: «Este número está visado por la censura». El escándalo fue de tal magnitud, que el Gobierno permitió finalmente su publicación.

Esta represión de la libertad de expresión también se extendió al teatro, ya que autores, empresarios y representantes de las compañías teatrales tenían que solicitar permiso con anterioridad al estreno de la obra.

El cine también sufrió los tijeretazos de la represión republicana. Por ejemplo, se prohibió cualquier mención a la prostitución o a la homosexualidad, llegando a prohibir una escena en la que se recogía la cópula de las abejas (¡).

La feroz represión religiosa ya la estudiamos en un artículo anterior, pero baste recordar que en la Constitución de 1931 se establecía la disolución de todas las órdenes religiosas que constituyeran un «peligro» para la seguridad del Estado, prohibiéndolas dedicarse a la enseñanza, lo cual era un atentado antidemocrático que violaba el derecho a la libertad de educación, fundamentado en el derecho de los padres a decidir la educación que desean para sus hijos, recogido en la actualidad por el artículo 26 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

En cuanto a los desórdenes públicos, el fenómeno más característico de la etapa republicana, supusieron un colapso de la ley y el orden, amenazados por enormes y continuas turbulencias callejeras que produjeron gravísimas alteraciones del orden público: algaradas, altercados, asesinatos, insurrecciones, atentados, huelgas, quema de iglesias y conventos, etc.

El resultado final de todas estas actividades que sembraron España de caos, violencia y terror fue que la segunda República también se hizo antidemocrática e ilegítima por su desgobierno, por su sectarismo, por su continuo golpismo, y por su incapacidad para mantener la autoridad ante las bandas y hordas revolucionarias que se enseñorearon de las calles con total impunidad.

En la sesión parlamentaria del 17 de junio de 1936, Gil-Robles denunciaba los desórdenes que se habían producido desde el 1 de febrero hasta el 15 de junio: «160 iglesias destruidas, 251 asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto; 269 muertos, 1287 heridos de diferente gravedad, 215 agresiones personales frustradas o cuyas consecuencias no constan; 69 centros particulares y políticos destruidos, 312 edificios asaltados; 113 huelgas generales, 228 huelgas parciales; 10 periódicos totalmente destruidos, todos de derecha; 83 asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos; 146 bombas y artefactos explosivos, 38 recogidos sin explotar».

Durante los cinco años que van de 1931 a 1936, se decretaron 21 estados de excepción, 23 estados de alarma, y 18 estados de guerra.  En su conjunto, tal proliferación de estados de excepcionalidad constituye un hito sin precedentes en la política contemporánea. Por contraste, baste señalar que, desde diciembre 1978, solamente se ha producido en España un estado de alarma ―que se promulgó en 2010 con motivo de la huelga de controladores aéreos―, y un estado de excepción parcial en 1981, que fue declarado por el capitán general Miláns del Bosch en Valencia en el intento de golpe de estado del 23-F.

En la práctica, las garantías constitucionales estuvieron suspendidas más de la mitad del tiempo que duró la República.

La violencia política durante el periodo republicano anterior a la guerra civil dejó un saldo de 2225 víctimas, mientras que en la transición se reduce a 1005.

En cuanto al número de jornadas laborales perdidas por las huelgas, hasta el nacimiento de la República el año más conflictivo fue 1920, con 18,1 millones. Sin embargo, excepto en 1935, el resto de los años republicanos se superó ampliamente la cifra de los 500 millones de jornadas perdidas, alcanzándose en 1933 el récord de 1.127.015.

La inestabilidad política produjo tres intentonas golpistas durante el periodo republicano: en el año 1932 tuvo lugar la protagonizada por el general Sanjurjo; en 1974 se desarrolló la sublevación armada promovida por la UGT, el PSOE, los anarquistas de la CNT y la izquierda; y en 1936 se produjo el Alzamiento Nacional. En esta misma línea golpista, Cataluña proclamó su independencia tras las elecciones que llevaron al triunfo al Frente Popular.

También puede calificarse de golpista y antidemocrática la decisión de Niceto Alcalá- Zamora de conceder en 1933 el gobierno de la nación al Partido Radical de Alejandro Lerroux, que había conseguido 102 escaños en las elecciones del 19 noviembre, gobierno en el que no había un solo miembro de la CEDA, el partido de derechas encabezado por José María Gil Robles, que había ganado las elecciones con 115 diputados ―el PSOE del golpista Largo Caballero  solamente consiguió 59―. Otro pucherazo, ya que la izquierda amenazó con desencadenar una revolución en el caso de que gobernara la derecha. Vaya manera de entender la democracia tenía esta república golpista.

Pero ese boicot al gobierno que legítimamente le correspondía a la derecha no fue la única actividad golpista de la izquierda republicana, ya que el 8 diciembre de 1933 ―pocos días después del triunfo de la derecha en las elecciones― los anarquistas de la CNT desencadenaron una insurrección revolucionaria en forma de huelga general, que produjo 89 muertos y 163 heridos, consecuencia de la multitud de actividades subversivas que se produjeron en esos días, incluyendo el descarrilamiento del tren rápido Barcelona-Sevilla.

Los continuos desórdenes públicos que presidieron la segunda República no fueron un hecho aleatorio, ni casual, ya que obedecieron a una planificación cuidadosamente diseñada por las personalidades más radicales de la República. Realmente, todos los jerarcas ―excepto Julián Besteiro― estaban de acuerdo en llevar a España a una revolución socialista, en la órbita soviética, y lo único en lo que disentían era en la estrategia para implementarla, ya que unos eran partidarios de tomar el poder para luego desarrollar un proceso revolucionario, mientras que otros deseaban acortar los plazos, y marchar directamente hacia el socialismo real, caso del megaconspirador socialista Largo Caballero, quien en sus incendiarios discursos llamaba a la subversión ―por medio de la violencia, si fuera necesario― para derrocar a la república burguesa, y sustituirla por una República proletaria: «Si los socialistas son derrotados en las urnas, irán a la violencia, pues antes que el fascismo preferimos la anarquía y el caos»;
«La clase obrera debe adueñarse del poder político, convencida de que la democracia es incompatible con el socialismo, y como el que tiene el poder no ha de entregarlo voluntariamente, por eso hay que ir a la Revolución».

Eso fue lo que sucedió con el golpe de estado que las izquierdas intentaron en diciembre de 1934.

Ya lo había explicado perfectamente George Orwell ― defensor de la segunda República, profeta del Nuevo Orden Mundial― en su obra «Rebelión en la granja» (1945): «Casi de la noche a la mañana, nos volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza humana!».

Eso Fue la República.

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SERIE COMPLETA DE ARTÍCULOS:

Los 400 golpes de la segunda República (y 6): la Puerta del Infierno

Los 400 golpes de la segunda República (5): rebeliones en la granja
Laureano Benítez Grande-Caballero

Los 400 golpes de la segunda República (4)

Los 400 golpes de la segunda República (3)

Los 400 golpes de la Segunda República (2)

Los 400 golpes de la Segunda República (1)