Ahora que se va a elegir nuevo papa habrá que recordar que España ha sido la gran olvidada del pontificado de Francisco
El silencio del Papa hacia una nación que lo dio todo por la Iglesia no puede pasar inadvertido para un español católico.
La historia de la Iglesia Católica no puede escribirse sin España. Desde la defensa inquebrantable frente a la Reforma protestante, pasando por la inmensa labor evangelizadora en América, Asia y África, hasta la generación de santos, mártires y teólogos que definieron la fe, España ha sido columna vertebral del catolicismo durante más de mil años.
Y sin embargo, durante el pontificado del recién fallecido Papa Francisco, España ha sido —con dolorosa claridad— el gran olvidado.
En más de una década al frente de la Iglesia, el Papa argentino no ha puesto un pie en suelo español. Ha visitado países de presencia católica casi simbólica, ha estado en regiones conflictivas, en islas, en naciones de reciente conversión o de fe minoritaria. Todos ellos, dignos de atención pastoral, sin duda. Pero la ausencia total en España —una de las naciones históricamente más fieles a Roma— resulta imposible de justificar.
No se trata solo de una cuestión geográfica. Lo más hiriente ha sido el silencio. Ningún gran reconocimiento público a la labor histórica de España en la expansión de la fe. Ninguna mención destacada a sus santos o misioneros. En cambio, sí hemos escuchado críticas genéricas sobre la colonización, sin matices ni distinción entre conquista y evangelización, entre poder y cruz, entre error humano y fruto espiritual.
Este comportamiento —distante, frío y a veces abiertamente injusto— ha dejado una herida en muchos católicos españoles. Porque no se trata de nostalgia imperial ni de orgullo nacionalista. Se trata de justicia histórica y gratitud eclesial.
El pueblo que levantó catedrales, que envió frailes a selvas y desiertos, que defendió Roma con oro, armas y sangre, merecía al menos una palabra de aprecio y una visita de consuelo.
Hoy, mientras la Iglesia entra en una nueva etapa tras la muerte de Francisco, cabe esperar que el próximo Papa no repita el desprecio, la omisión ni el distanciamiento. España no pide privilegios. Solo pide ser vista. Ser reconocida. Ser acompañada como lo ha hecho ella con la Iglesia durante siglos.
La historia no puede borrarse, ni silenciarse. Y la ingratitud, aunque no rompe la fe, sí entristece el alma. Que el nuevo Pontífice mire a España con los ojos de la verdad, no con los prejuicios del presente. Que vea en este pueblo no una vieja gloria, sino una llama viva que aún arde.
Y que, al fin, España vuelva a sentirse parte del corazón de Pedro.
Lamentablemente, mientras este desprecio se consumaba, los principales medios de comunicación españoles han preferido elogiar a Francisco con una docilidad que ignora su distancia hacia nuestro país. Críticas, pocas. Memoria histórica, ninguna. Y peor aún: la propia Conferencia Episcopal Española ha guardado un silencio tan protocolario como incómodo, sin levantar la voz en defensa de una nación que ha sido madre y espada de la Iglesia durante siglos.
Callar ante la indiferencia, aplaudir mientras se nos ignora, no es humildad: es desmemoria.
Y la fe, si quiere ser verdadera, necesita también valor.
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