La Conspiración de Podemos contra España ya había sido profetizada por Cicerón, en sus famosas «Catilinarias»
Aunque el ambiente gótico sea el más adecuado para expresar la aureola maléfica que rodea a Podemos, vamos hoy a abrir una ventana a la Roma andaluza, que impregne la enrarecida atmósfera de nuestra Patria con un aroma clasicista y humanista,de la mano de la famosa frase de Cicerón: «¿Quousque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?» ―«¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?»―.
En lo que a mí se refiere, confieso que mi paciencia duró cero segundos, pues, nada más eché un vistazo al «Coletas», y escuché atónito la primera chorrada populista que dijo, me eché al monte con la cara pintada de rojigualda, armado con el martillo de herejes para combatirle por tierra, mar y aire, dispuesto a seguir la estrategia guerrillera que aprendí de la tradición española del «tío de la vara» ―aunque para Pablo Catilina cambié la vara por un buen mazo―. Es así como inicié, a mis años, mi carrera periodística, escribiendo artículos que son auténticas «catilinarias», pues su objetivo es denunciar la «Conjuración de Catilina», es decir, la Conspiración de Podemos.
La famosa frase ―perteneciente a la primera «Catilinaria»― la pronunció Cicerón ante el Senado el 8 de noviembre del 63 a.C, en el Templo de Júpiter capitolino, con el fin de denunciar la conjura contra la República del senador Lucio Sergio Catilina (108-62), perteneciente a la familia Sergia, de rancio abolengo y tradición consular, pero de escaso poder social y económico, que el conspirador intentó restaurar con sus conjuras, las cuales redobló ante sus repetidos fracasos en todas las elecciones consulares a las que se presentó, y que iban encaminadas a saciar su ambición dictatorial de poder. Además de sus maquinaciones «manu militari» ―complot que incluía el asesinato del mismo Cicerón y de muchos senadores―, su carrera política se basaba en el soborno y el populismo, pues se hizo con el favor de la plebe prometiendo la condonación de las deudas y el ofrecimiento de privilegios a los veteranos de Sila.
O sea, que cualquier parecido de Catilina con «Coletina» no es una simple coincidencia, y diríase que este sobrecogedor paralelismo entre los dos conspiradores a través de los siglos podría ser un argumento poderoso para defender la doctrina oriental de la reencarnación.
Este argumento se refuerza hasta el paroxismo si tenemos en cuenta el retrato que se hizo del conspirador romano en la obra «La conjuración de Catilina»: «Desde la adolescencia, le resultaron gratas las guerras civiles, las matanzas, las rapiñas, las discordias ciudadanas, y en ellas tuvo ocupada su juventud […] Su espíritu era temerario, pérfido, veleidoso, simulador y disimulador de lo que le apetecía, ávido de lo ajeno, despilfarrador de lo propio, fogoso en las pasiones; mucha su elocuencia, su saber menguado. Su espíritu insaciable siempre deseaba cosas desmedidas, increíbles, fuera de su alcance. A este hombre, después de la dictadura de Sila le había asaltado un deseo irreprimible de hacerse dueño del Estado y no tenía escrúpulos sobre los medios con los que lo conseguiría con tal de procurarse el poder […] Le incitaban además las costumbres corrompidas de la ciudad echadas a perder por dos males pésimos y opuestos entre sí: el libertinaje y la avaricia. Puesto que la circunstancia ha traído a colación las costumbres de la ciudad, el asunto mismo parece aconsejarnos volver atrás y explicar brevemente las instituciones de los antepasados en paz y en guerra, cómo gobernaron la República y cuán grande la dejaron para que poco a poco se transformase de la más hermosa y excelente en la peor y más infame».
Para decirlo con lenguaje televisivo, «tu cara me suena». Y también me suena eso de la decadencia de la República, que perdió la excelencia para convertirse en la peor y más infame debido a la depravación de las costumbres de la ciudad.
La tradición afirma que Catilina reaccionó violentamente ante el discurso de Cicerón, asegurando que, si él se quemaba, lo haría en medio de la destrucción general. Esa misma noche, con el pretexto de que se exiliaba voluntariamente en Massilia, se dirigió hacia el campamento militar de Manlio, en Etruria, para organizar la subversión.
Así que mucho cuidado, pues, si Catilina quería ser cónsul y dictador, su sucesor coletudo está loco por ser presidente. El problema es que ahora no tenemos a ningún Cicerón que denuncie claramente ante el pueblo español la conjura del gran podemita, con palabras parecidas a éstas, cuya extraordinaria semejanza con la actual situación española produce verdadero pasmo:
«¿Cuánto tiempo hemos de ser todavía juguete de tu furor? ¿Dónde se detendrán los arrebatos de tu desenfrenado atrevimiento? ¿No has comprendido, no estáis viendo que ha sido descubierta la conjuración? ¿No ves que tu conspiración no es para nadie un secreto y que ya la tiene todo el mundo por encadenada?
¿Creerás aún, Catilina, en el secreto de tu conjuración, cuando ni la noche encubre con sus tinieblas tus culpables conciliábulos? Cambia de pensamiento, créeme, Catilina: abandona tus proyectos de incendio y asesinato. Lo sabemos todo: la luz del día no es para nosotros tan clara como tus culpas.
¡Oh dioses inmortales! ¿Dónde estamos? ¿En qué país vivimos? ¿Qué gobierno es éste? Aquí, padres conscritos, aquí mismo, entre nosotros, en el seno de esta corporación, la más santa y augusta del universo, toman asiento unos hombres que premeditan mi muerte, y la vuestra, y la destrucción de Roma; ¿qué digo?: ¡el fin del mundo!
¿Hasta cuándo, España, tendrás paciencia?
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